Santo Cristo de la Salud: La Leyenda que Detuvo la Peste en Málaga 1qk4v

No solo por la imponente forma que posee, sino también por las huellas de una época pasada, por los ecos de hechos memorables y por la memoria viva de un milagro que aún hoy es inexplicable, la imagen del Santo Cristo de la Salud ocupa un lugar primordial en el alma de los malagueños.

La presencia de la imagen no se limita únicamente a un espacio en una iglesia, ni al simple recorrido de una procesión.

Su figura va mucho más allá, y late en la historia misma de la ciudad como un corazón ardiente.

Todo comenzó con un hombre nacido bajo los cielos luminosos de Italia.

Su nombre era José Micael, y era un artista en toda la extensión de la palabra.

Era un arquitecto y escultor formado en la cuna misma del arte europeo, y su talento lo llevó a esculpir obras muy iradas que le dieron prestigio en su tierra natal.

Sin embargo, la ambición por conseguir una mayor fama y el deseo de nuevos horizontes lo empujaron hacia el oeste, cruzando tierras y mares hasta llegar a España.

Micael sabía de los grandes proyectos artísticos que se gestaban en la ciudad de Málaga a principios del siglo XVII, y fue quizá la curiosidad por conocer aquellas obras, o una llamada concreta del Cabildo Catedral, lo que lo hizo poner rumbo hacia la hermosa ciudad bañada por el Mediterráneo.

Su llegada no pasó desapercibida entre los religiosos amantes del arte, y pronto sus manos dejaron huella en algunos de los rincones más sagrados de la Iglesia Mayor.

La sillería del coro, la silla prelacial y otras esculturas surgieron bajo su cincel guiado por su gran inspiración.

Aquellas obras compartirían la eternidad con nombres legendarios como Alonso Cano, Pedro de Mena, César de Arbasia o Luis Ortiz.

Sin embargo, su obra más enigmática fue un Cristo atado a la columna, una escultura que con el tiempo, y por razones ya olvidadas en los archivos, fue a parar a la capilla particular de Doña Ana de Mendegal, una mujer piadosa, viuda del respetado noble don Carlos Burete.

Cuando Doña Ana falleció hacia el año 1646, la imagen pasó a manos del siguiente inquilino de la casa.

Este, tras un tiempo, se engotó la alcazaba, y no mucho después, en el año 1649, también el nuevo inquilino murió.

Su viuda, sola y rodeada de recuerdos, conservaba entre sus escasos bienes la escultura del Cristo, ajena aún al destino extraordinario que la guardaba.

Este fatídico año, Málaga fue golpeada por una violencia casi bíblica.

La peste bubónica, o peste negra, se abalanzó sobre la ciudad con la ferocidad de un castigo divino.

El número de muertos crecía sin parar, las autoridades, impotentes ante la magnitud de la tragedia, hacían cuanto podían, pero los hospitales se desbordaban, la gente moría en las calles, y los barrios quedaban desiertos.

Las calles se llenaban de carros con cadáveres, de camillas cargadas por religiosos y laicos, caricos y pobres, hombres y mujeres, todos igualados por la enfermedad.

El miedo se instaló en el aire, un velo de silencio caía sobre la ciudad al anochecer, y el sol, oculto durante meses tras espesas nubes, parecía haberse olvidado de la ciudad.

El 31 de mayo de 1649, cuando la desesperación alcanzaba su punto más algido, la viuda del propietario del Cristo decidió trasladarse.

Los motivos precisos que le impulsaron a cambiar de casa han quedado ya olvidados en el tiempo, pero lo cierto es que contrató a un carretero, un agricultor de una huerta vecina, para que transportara sus pocos muebles desde la Alcazaba.

Entre esos trastos iba también la imagen del Cristo, no fue colocada con delicadeza ni respeto, sino que fue arrojada sobre la carreta, envuelta apenas con una manta vieja y áspera, y sujeta a una estaca que acabó dañando el rostro de la imagen.

La carreta inició su recorrido por las empinadas calles de la ciudad, arrastrada por bueyes muy resistentes, pero al llegar a la calle del Cister, frente al convento de religiosas, los animales se detuvieron en seco.

Por más que el carretero azotó sus lomos no se movieron del sitio, parecía que una fuerza invisible los anclaba al suelo.

Finalmente, con gran esfuerzo, los bueyes continuaron, pero recorridos unos metros nuevamente se detuvieron.

Esta vez frente a la casa de don Gaspar de Silva, un hombre muy piadoso y de una conducta y religiosidad ejemplares.

De nuevo se repitió la escena, los bueyes no se movían, nadie comprendía lo que sucedía, no era mucho el peso que los animales cargaban, ni el castigo aplicado era severo.

Tampoco tenía que ver la pericia del carretero, pues no era ninguno de ellos.