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La Siesta del Martes | Gabriel García Márquez | Audiolibro Completo Español

La Siesta del Martes | Gabriel García Márquez | Audiolibro Completo Español 5p6g54

1/3/2025 · 15:19
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Escucha "La siesta del martes", un relato breve e impactante de Gabriel García Márquez, donde la sencillez de la narración esconde una profunda reflexión sobre la dignidad, la desigualdad social y la hipocresía. Un viaje bajo el sol abrasador de un martes lleva a una madre y su hija a un pequeño pueblo, donde las miradas ajenas intentan juzgar su dolor. Un cuento de emociones contenidas, realismo y crudeza que deja una marca en el lector. Disfruta de este audiolibro completo y sumérgete en la genialidad del Premio Nobel colombiano. Suscríbete al canal y activa la campana 🔔 para más audiolibros de la mejor literatura universal. #LaSiestaDelMartes #gabrielgarcíamárquez #audiolibro #literaturauniversal #RelatosClásicos #realismomagico #mityc @mityc.oficial 2m2317

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Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

La siesta del martes.

Gabriel García Márquez.

El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar.

Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón.

En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes.

Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos.

Eran las 11 de la mañana y aún no había empezado el calor.

Es mejor que subas el vidrio, dijo la mujer.

El pelo se te va a llenar de carbón.

La niña trató de hacerlo, pero la persiana estaba bloqueada por óxido.

Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase.

Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban.

Una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos.

Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre.

Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.

La niña tenía 12 años y era la primera vez que viajaba.

La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana.

Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado.

Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.

A las 12 había empezado el calor.

El tren se detuvo 10 minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua.

Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio.

Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir.

El tren no volvió a acelerar.

Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos.

La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor.

La niña se quitó los zapatos.

Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.

Cuando volvió al asiento, la madre la esperaba para comer.

Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración igual.

Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, solo que en este había una multitud en la plaza.

Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante.

Al otro lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.

La mujer dejó de comer.

«Ponte los zapatos», dijo.

La niña miró hacia el exterior.

No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos.

La mujer le dio la peineta.

«Peinate», dijo.

El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba.

La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos.

Cuando la niña acabó de peinarse, el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande, pero más triste que los anteriores.

«Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora», dijo la mujer.

Después, aunque te estés muriendo de sed, no tomes agua en ninguna parte.

Sobre todo, no vayas a llorar.

La niña aprobó con la cabeza.

Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones.

La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera.

Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeció en la ventanilla.

La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre.

Ella le devolvió una expresión apacible.

El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha.

Un momento después se detuvo.

No había nadie en la estación.

Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar.

El pueblo flotaba en el calor.

La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la calle.

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