Un año, un triste recuerdo 6n4r1d

Muy buenas cadistas, vamos con el programa número 67 y en esta ocasión sirva como una crítica a una mala gestión de despacho y deportiva que dio como resultado el descenso de la primera división que hace unos días, concreto dos, se ha cumplido un año. Se ha cumplido un año desde que el Cádiz club de fútbol perdió su sitio en la primera división.

12 meses desde aquella noche en la que el descenso se hizo oficial y con él se cerró una etapa de orgullo, lucha y presencia entre los mejores del fútbol español.

Sin embargo, más allá del pitido final de aquella última jornada, lo que vivimos los cadistas no fue sólo una caída deportiva, sino el colapso de un modelo que hacía tiempo que estaba agotado, porque lo que se perdió en el césped era sólo el síntoma, la enfermedad venía de mucho antes.

El descenso del Cádiz club de fútbol no fue una sorpresa, fue una muerte anunciada, un final previsible de una etapa marcada por decisiones erráticas, por la falta de rumbo y, sobre todo, por una dirección que desde hace años dejó de tener en cuenta a la afición, al escudo y a la esencia propia del club. La gestión de Manuel Vizcaíno y su círculo de confianza dejó de ser efectiva hace tiempo, pero la temporada del descenso fue el colofón de una deriva institucional sostenida en el tiempo.

Fichajes que no respondían a ninguna lógica deportiva, entrenadores sin respaldo ni tiempo, una cantera ignorada sistemáticamente, un club que en lugar de construir identidad la diluyó a base de operaciones de corto plazo, de decisiones sin alma y de decisiones tomadas desde la distancia, con más cálculo económico que convicción futbolística.

La planificación deportiva fue inexistente, no había modelo, no había estilo, no había ni siquiera una hoja de ruta. Cada mercado de fichajes se convirtió en una lotería mal jugada y cuando llegaron los resultados negativos no hubo capacidad de reacción, solo silencio y muchas excusas. Pero si en los despachos reinó la confusión, sobre el césped reinó la indiferencia. La plantilla del último año en primera fue, en su mayoría, una decepción.

No por falta de calidad, que en muchos casos también, sino por la evidente falta de compromiso. Vimos jugadores andando, gesticulando, negando el esfuerzo en lugar de multiplicarlo. Salvo con tadas excepciones, lo que se vivió durante aquella campaña fue un grupo sin alma, sin liderazgo, sin hambre, jugadores incapaces de entender el peso del escudo que llevan en el pecho.

Algunos estaban de paso, otros que habían sido ídolos, parecían haber bajado los brazos antes que nadie. Mientras la afición pedía una reacción, ellos bajaban la cabeza. Mientras la grada empujaba cada semana como si fuera aún posible, ellos miraban al suelo. El descenso fue también la consecuencia directa de esa desconexión total entre los que jugaban y los que sentíamos, una ruptura muy dolorosa.

En medio de esa tormenta, de desidia, la única constante fue la gente, el cadismo, los socios, la grada, la ciudad. Desde el primer partido hasta el último, incluso cuando ya sabíamos que todo estaba perdido, el nuevo Mirandilla mantuvo su aliento. Se cantó, se protestó, se lloró, pero nunca, nunca se abandonó. Porque el Cádiz no es solo fútbol, es identidad, es barrio, es historia compartida. Es una forma de entender.