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EN MEMORIA DE ANTONIO PÉREZ VEGA, UN CRIMEN EN EM UMBRAL DE LA ERMITA

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28/5/2025 · 03:47
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Hay sombras que el tiempo no consigue disipar. Hoy volvemos la mirada hacia un rincón oscuro de la historia del Rocío, aquella devoción encendida que cada agosto arde en los corazones del Rocío Chico. Corría el año 1906 cuando la aldea marismeña, acostumbrada a los rezos y los vivas a la Blanca Paloma, fue escenario de un sacrilegio teñido de sangre. 4c3a48

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Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

En memoria de Antonio Pérez Vega, un crimen en el umbral de la ermita.

Hay sombras que el tiempo no consigue disipar.

Hoy volvemos la mirada hacia un rincón oscuro de la historia del rocío, aquella devoción encendida que cada agosto arde en los corazones del rocío chico.

Corría el año de 1906 cuando la aldea marismeña, acostumbrada a los rezos y a los vivas a la blanca paloma, fue escenario de un sacrilegio teñido de sangre.

Así lo recogía el Correo Andalucía.

En la madrugada del 18 de agosto, José Maraver García, acompañado de sus hijos José y Antonio y de su primo Antonio Pérez Vega, peregrinaban desde Almonte como tantos otros que sienten la llamada de la Virgen no como costumbre sino como destino.

Sin embargo, lo que debía ser un viaje de convivencia se tornó en tragedia en el cruce fatal con los vecinos de Hinojos.

Rencores antiguos, avivados por el vino y la tensión, estallaron en violencia.

Desarmado y perseguido, Antonio Pérez Vega buscó refugio en el único lugar donde la muerte debería detenerse, el santuario.

Pero ni el umbral sagrado pudo contener la furia.

Allí, ante las puertas cerradas de la ermita, fue alcanzado por sus agresores y herido de muerte.

Su primo, Antonio Maraver, también cayó malherido entre gritos, polvo y silencio.

Los presentes huyeron aterrados.

El lugar sagrado, testigo involuntario del horror, fue manchado no solo por la sangre sino por la profanación.

El capellán, consternado, suspendió todos los cultos y mandó clausurar el templo.

Durante más de un mes, la iglesia permaneció cerrada, como si el mismo cielo hubiera bajado su mirada.

No fue hasta el 23 de septiembre que volvió a abrirse al culto tras ser bendecida nuevamente en una ceremonia de purificación.

Lo que estremece más aún esta historia no es solo el crimen, sino el escenario, el umbral del santuario, ese límite entre lo terreno y lo divino.

Según la tradición católica, cuando un acto violento irrumpe en un lugar sagrado es necesario un rito de desagravio, oraciones, incienso, agua bendita y el silencio reverente de quienes aún creen en la redención.

Así fue como por primera vez, de forma documentada, la Virgen del Rocío salió en procesión extraordinaria.

No lo hizo bajo palio, sino sobre la peana de madera antigua, con sus ráfagas de pinchos o de puntas, como desnudando su gloria para compartir el dolor.

Fue un acto de expiación, un llanto de la madre sobre la herida abierta de su casa.

No quedan muchos detalles de aquel rito, solo fragmentos de prensa antigua, ecos apagados de un juicio celebrado en Huelva, donde se hablaron palabras frías, como homicidio, lesiones atenuantes, agravantes.

La defensa alegó legítima defensa.

La realidad, sin embargo, había sido más cruda.

Una muerte en nombre del orgullo, del miedo, del fuego humano que arde incluso a los pies del altar.

Este suceso, rescatado hoy del polvo y del olvido, nos habla no solo del crimen, sino de la fragilidad de nuestra condición, de cómo la violencia puede irrumpir incluso donde habita la esperanza.

Y nos recuerda, con amarga belleza, que la fe también conoce el llanto, que incluso los templos pueden ser heridos, pero que en medio del duelo se alza siempre la reina de las marismas, corredentora de las sombras, encendiendo con su paso la llamada de la reconciliación.

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