
Descripción de El cazador (tercera entrega) i1q3n
La caza continúa y, poco a poco, el señor de Vargas estrecha el cerco en torno a su peculiar presa. ¿Estará ella dispuesta a luchar por su existencia? Tercera entrega del serial basado en "La flaqueza del cazador", relato publicado en 2021 en la antología "Proyecto Stoker" de la editorial Anima Ignis. 4h4v1i
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La caza continúa en el oficio de tinieblas. Apenas se acaba de salir del hotelito, cuando el conde se supo seguido.
Reconoció la acidez del sudor y la pesadez del licor en el aire. Y otro olor, un aroma familiar para un cazador, sangre y muerte.
La noche daba cubijo a toda clase de monstruos. Los inmortales en busca de alimento y los mortales, quizás incluso más peligrosos que los otros.
Aun se le antojaba temprano para volver a su hostal, reconduciendo sus pasos hacia las estrechas callejuelas y lavapiés.
Había dejado de llover y si bien la noche era fresca, la temperatura era agradable y que Dios le perdonase.
Había pasado demasiado de ser la última vez que saciase su sed. Se lamentó.
—Caballero, ¿no tendrá una moneda? El conde se volvió para enfrentarse a un tipo bajo pero cuerpulento.
El soldado que había en él itió que cualquier mortal habría tenido problemas.
—¿Lo lamentó buen hombre? —Creo que no. Aun en la oscuridad, el filo de la navaja relució al abrirse.
La hoja estaba manchada de sangre seca, observó el conde.
—Pues mírate los bolsillos, amigo, o te meto medio palmo de acero entre las costillas, gruñó.
El conde tomó aire. Su silencio parecía malestar al tipo. Con una maldición, extendió el brazo.
—¡Hijo de...! ¿Y los dedos se bajas? Se cerraron alrededor del filo, deteniendo el ataque.
Y ignoró el dolor del corte, sabedor de que sanaría más pronto Petalle.
Disfrutando de la expresión de sorpresa del malnacido, sonrió.
—Tientes demasiado blancos, demasiado afilados, brillantes ojos negros de demonio.
La navaja cayó al suelo, un repiqueteo metálico rompiendo el silencio de la noche.
A lo lejos, una pareja parecía discutir, mamoríos, vanos, mortales.
Un gato pasó de largo, indiferente a la cazajena, centrado en la suya.
Vargas se limpió los labios.
—No rezaría por ese canalla, no lo lamentaría.
—Consideranos quizás instrumentos de justicia divina, querido.
Le había dicho ya una vez, inundado por la calidad de la sangre, buscó en el bolsillo.
Un par de monedas, un par de pesetas de plata.
Las sintió en la mano, tibia aún.
Antes de arrojarlas sobre los adoquines.
Había dejado marchar a inocentes de forma más injusta.
Los primeros rayos de sol porfilaban el horizonte cuando la dama entró al hotelito.
Noche tranquila.
Un refrigerio, una agradable reunión y poco más.
Mortales o inmortales, la aristocracia se mostraba cada día más decadente y aburrida, pensó para sí.
Comenzó a soltarse el cabello antes de subir la escalera, hostezando.
Deseosa de retirarse a su alcoba.
—Disculpe, señora.
Descubrió tras ella al consejero, encargado de lo que fuese.
No le había prestado atención, un crío en todos los aspectos.
Se obligó a recordar su nombre.
—Daniel Cardona a su servicio, señora.
Y controló su gesto, sabedora de que la falta de sueño le agregaba el ánimo.
Y ella, con todo, nunca dejaría de ser una dama.
—Disculpe, señora.
¿Han dejado esto para usted? —¿Quiéna? El joven se estremeció.
Nada cambió en el delicado rostro.
Apenas un leve temblor en los carnosos labios rojos.
Sin embargo, entre las largas pestañas negras, percibió un brillo de acero.
Quizás ira, quizás placer incluso.
La condesa recogió la carta.
Reconocería esa letra hasta las puertas.
Era la letra del hombre que había amado y odiado.
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