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Y caballeros, amigos y amigas, esto es la tercera hora de Días Extraños. Bienvenidos.

¿Cuándo fue la última vez que hablaste de lo que realmente sientes, en voz alta? Piénsalo.

Porque sí, ya sé, ya sé que en tu familia o en tu entorno las emociones se tratan como si fueran nubes pasajeras. Oye, ni caso. Espera un rato y ya se irán. Apretar los dientes y tirar para adelante. En mi familia pasaba. Como si compartir sentimientos fuera algo de otra dimensión o de otra galaxia. Pero resulta que uno se pone a investigar y la ciencia dice otra cosa. Veréis, el estrés emocional no es solo material de poetas atormentados o de tertulias.

De psicólogos, no, no. El estrés se cuela en tu cuerpo, lo inflama, te sube el azúcar, te deja sin defensas. Y aún así, oye, seguimos contando pasos, contando calorías, contando proteínas, como si de eso dependiera nuestra salvación, olvidando el músculo más importante, el más desatendido, la mente. Porque sí, lo emocional pasa factura y no es precisamente barata. Lo mejor que he hecho nunca con mi mente ha sido la terapia.

Nada de comprimidos de colores, ni jarabes milagrosos. Solo sesiones de hablar y sacar lo que tenía dentro. Oye, qué liberación, después de muchos, muchos años de callar, de guardar, de empujar los sentimientos debajo de la alfombra, como si fueran a desaparecer por arte de magia. Pero oye, la magia nunca llegaba. Fue algo que aprendí por las malas, como muchas de las cosas que os cuento aquí. Que el cuerpo, aunque tú no hables, guarda la cuenta, no olvida.

Cuando por fin te decides a hablar, cuando dejas salir lo que llevas dentro, tu sistema inmunológico te aplaude literalmente. No es magia, es biología. Hay personas que tras tratar su ansiedad ven cómo esas migrañas de años desaparecen sin dejar rastro. ¿Milagro? No. Simplemente tu cuerpo dándote las gracias y diciéndote que ya era hora de que te tomases en serio lo que sientes. Así que creo que ya es el momento de hablar, ¿no? Comenzamos.

Propongo un viaje al corazón del folclore de internet, a ese punto exacto donde la nostalgia de los videojuegos de nuestra infancia se cruza con el escalofrío de lo inexplicable.

Imaginad un cartucho de Nintendo 64, polvoriento, sin etiqueta, tan anodino como cualquier otro salgo por un detalle, un nombre escrito a mano, un nombre de persona, no el nombre del juego. El nombre es Ben. Ese fue el punto de partida de una de las leyendas urbanas más inquietantes de la era digital, una historia que nació en los foros de internet y pronto se propagó como un virus contaminando sueños y encendiendo la imaginación de toda una generación. Vamos a abrir los archivos más oscuros de la cultura gamer para sumergirnos en el mito de Ben Drowned. ¿Estáis preparados para jugar una partida? Una partida de la que quizá no podáis ser.