
Inclemente Wragge: El Padrino de las Tormentas. 6t376u
Descripción de Inclemente Wragge: El Padrino de las Tormentas. 5i2st
¿Alguna vez os habéis preguntado por qué Filomena se llama Filomena o por qué un huracán lleva nombre de persona? En el episodio de hoy de DIAS EXTRAÑOS, nos sumergimos en la vida absolutamente fascinante y estrambótica de Clement Lindley Wragge, el hombre que no solo fue un pionero de la meteorología moderna, escalando a diario cumbres infernales como el Ben Nevis para tomar mediciones, sino que también inauguró la tradición de nombrar las tormentas... ¡y a menudo lo hacía con los nombres de los políticos que peor le caían! Pero esperad, que hay más: desde intentar hacer llover a cañonazos en Australia hasta un viaje espiritual que lo llevó de la teosofía y el ocultismo a convertirse al Islam y buscar al Mahdi, pasando por charlas sobre espiritismo con el mismísimo Sir Arthur Conan Doyle. Una existencia tan borrascosa como los fenómenos que estudiaba, ¡no os la perdáis! ¿Quieres anunciarte en este podcast? Hazlo con advoices.com/podcast/ivoox/413939 4z6s5v
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
DÍAS EXTRAÑOS CON SANTIAGO CAMACHO Hoy en nuestras vidas extrañas vamos a hablar del que probablemente sea el meteorólogo más notable de todos los tiempos, Clement Lindley-Ragg.
Nació en Worcester, Shire, en Reino Unido, en 1852, y perdió a sus padres muy pronto así que fue criado por su abuela que le inculcó el interés por la ciencia.
A la muerte de la abuela, el niño que ya tenía 13 años se trasladó a casa de una tía en Londres.
Ya en su edad adulta comenzó a interesarse y mucho por la meteorología, de hecho emigró a Australia donde se especializó en topografía y después de casarse regresó a Reino Unido donde estableció dos estaciones meteorológicas en Staffordshire, una en la estación de ferrocarril y otra en la cima de una montaña.
Comparaba constantemente los resultados porque quería comprender cómo la altura influía en las alteraciones climáticas, pero la diferencia de altura entre sus dos estaciones no era suficiente, así que decidió trasladarse al punto más alto de las islas británicas.
Está en Escocia, es el Ben Nevis, un monte de 1.300 metros de altura que además tiene para un meteorólogo la ventaja de encontrarse justo en el punto de entrada de las borrascas atlánticas a Gran Bretaña.
El que piense que la vida del meteorólogo en el siglo XIX era tan tranquila como la de las personas que actualmente nos cuentan la información meteorológica en la televisión se equivoca de medio a medio.
Clement Rugg se estableció en las faldas de la montaña a la que subía todos los días, en verano y en invierno.
Se levantaba a eso de las cuatro y media de la mañana y llegaba a la cima alrededor de las nueve.
Allí tomaba sus lecturas y a la vez su esposa, al nivel del mar, hacía lo propio.
A media tarde regresaba al pueblo con las ropas cubiertas de escarcha.
El clima en la cima de la montaña, especialmente en invierno, era infernal y a menudo tenía que hacer fuego para descongelar sus dedos entumecidos.
Pero nada de esto detenía a Clement, que era una persona obsesiva, tenaz, testaruda.
Sin embargo, la primera campaña de observaciones terminó abruptamente después de 130 ascensos cuando el viento huracanado terminó por arrancar de cuajo el techo de la precaria cabaña que le servía de refugio en la cima del monte.
En el segundo año de observaciones, nuestro hombre consiguió que un ayudante le acompañase, concretamente un reportero del Times, que dio publicidad a su desconocida gesta.
Tanta repercusión tuvo el artículo que en 1883 se inició la construcción de un observatorio permanente en la cumbre del Ben Nevis.
Entre esa fecha y 1904, el observatorio de Ben Nevis, con un fuego ardiendo continuamente en su interior, permitió a los científicos soportar las condiciones más extremas de Gran Bretaña y proporcionar abundantes informes meteorológicos.
Este periodo de registros ininterrumpidos fue decisivo para la predicción meteorológica moderna.
Además observaron fenómenos increíbles, rayos en bola, auroras boreales, vientos tan veloces que la escala que se utilizaba entonces tuvo que ser rediseñada para tener en cuenta las nuevas velocidades del viento experimentadas.
Una heroica gesta que recibió como premio la medalla de oro de la Sociedad Meteorológica Escocesa, pero que también trajo una amarga desesperación.
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